Carolina Sanin. Los niños. Editorial Siruela, Madrid, 2015. 154 páginas.
DAVID MARKLIMO
Ha habido un cierto debate en torno a Carolina Sanin; básicamente por unos comentarios que bien podían ser calificados como discriminatorios. Eso ocasionó que su editorial, Almadía, rescindiera su contrato. El debate sobre este acto radica en saber si estamos ante un caso de censura o de libertad empresarial. Más aún, en el fondo, está la pregunta: ¿debe el arte, en este caso la literatura, separarse de su autor? Es mas o menos la misma pregunta que suscita el cine de Woody Allen. Por supuesto, el lector es quien debe decidir sobre estas y otras cuestiones.
Pero, también, no mentiríamos si decimos al decir que no hay nada mejor que una buena polémica para poner al arte bajo escrutinio público. Hablaremos, entonces, de uno de los libros de Sanin, Los niños. En ella, Laura Romero, una mujer de mediana edad, que vive con su perro Brus, y trabaja de asistenta para unos ancianos. Un día, al acudir al súper, le avisan aparecerá un niño. Y, en efecto, a la noche, un niño de unos seis años aparece ante su casa y ella le cobija. A partir de aquí comienza un periplo burocrático y personal por parte de Laura y tras llevar al chiquillo -de nombre Elvis Fider, aunque ella le llama Fidel- a una institución de acogida. Tiempo después, ella sentirá curiosidad por saber qué ha sido de él, qué ha sucedido con su vida.
En términos muy generales, parece que la novela habla sobre e abandono y el otro. ¿Qué efectos produce el abandono? ¿Quién es ese otro? ¿De dónde viene? ¿A qué se dedicaba antes de que lo conociéramos? Teniendo eso en mente, es curiosa esa manera de plantear la asociación entre dueño-animal que se extiende a la presencia de un niño. La forma en que reaccionamos al otro es también interesante, Parecería que el niño contamina a Laura de ideas nuevas al individualizarlo, es decir al rescatarlo de un destino callejero ineludible y al preferirlo sobre otros niños de la calle que se encuentra día tras días en la puerta del supermercado. Al romper la cotidianidad de la vida de esta mujer, la presencia del niño la obliga a abandonar el trabajo innecesario y acoger lo necesario. Laura desarrolla, así, la conducta natural de la protección, el efecto funcional de la maternidad. Una reflexión: ¿qué es ser madre? ¿Procrear? ¿Cuidar? ¿Proteger? ¿Quién brinda ese respaldo se constituye en madre?
La relación entre Laura y Fidel está situada en el contexto de las desigualdades sociales: el consumo capitalista de la clase media-alta en la vida moderna. Estas huellas crean conexiones con zonas urbanas y prácticas sociales. La inserción de discursos callejeros y el informe del instituto de adopciones hace poroso el estilo directo. Sitúa al narrador en una perspectiva que da y quita en la narración, provoca un tono irónico y distanciado, cuestiona el nivel de realidad de la historia. Aparecen por aquí las grandes referencias sobre la infancia: Gloria, de John Casavettes; Grandes esperanzas, de Dickens; el cine de terror.
La sensación que transmite la novela es que su autora se ha dejado llevar por el impulso tras una premisa más o menos bien planteada, más que siguiendo una ruta trazada con mayor o menor rigor, suele pasar. Pero es comprensible, porque hay en la narración un trasfondo inquietante que tiene que ver con la rebeldía del niño. ¿Proviene del rencor por el abandono o de su independencia intelectual? La transformación imprevisible en rebeldía o en odio por quien te protege es una de las grandes paradojas de la vida. Y sucede siempre, desde los tiempos de Edipo y Electra. Nada nuevo, pues.