Un Estudio Sociológico Sobre el Dolor

Patrick Radden Keefe. El Imperio del Dolor. Reservoir Books, 2021, 688 páginas 

DAVID MARKLINO

Hay libros de los que no se sabe su estilo y su género. ¿Novela? ¿Crónica? ¿Novela negra? Es muy difícil lograr una obra maestra con varios estilos. Pero hay veces que la temática, tan compleja y diversa, no te deja otra opción. Es el caso de El imperio del dolor, sobre los intereses de la industria farmacéutica.

En sí, el libro nos habla del apellido Sackler, que adorna los muros de las instituciones más distinguidas: Harvard, el Metropolitan, Oxford, el Louvre… Al día de hoy, es una de las familias más ricas del mundo, benefactora de las artes y las ciencias. Su fortuna se debe a la fabricación de medicamentos, que empieza a dedicarse a ello en las primeras décadas del siglo XX y que acumula éxito tras éxito hasta amasar, alguien aludiría al sueño americano, una enorme fortuna, fruto de su creatividad, de su innovación, del esfuerzo combinado de sus propietarios y de sus empleados. Bueno, también de la agresividad de su política comercial y de su adaptación a la legislación vigente. El origen de su patrimonio siempre fue dudoso, hasta que salió a la luz que lo habían multiplicado gracias a OxyContin, un potente analgésico que catalizó la crisis de los opioides en Estados Unidos.

Empezando por los géneros, podríamos decir que El imperio del dolor es una crónica, que cuenta cómo en la Gran Depresión,  tres hermanos dedicados a la medicina (Raymond, Mortimer y el infatigable Arthur Sackler, dotado de una visión especial para la publicidad y el marketing) idean la estrategia comercial de Valium, un revolucionario tranquilizante. Tras unas décadas fue Richard Sackler, el hijo de Raymond, quien pasó a dirigir los negocios del clan, incluida Purdue Pharma, su propia empresa fabricante de medicamentos. Basándose en las tácticas agresivas de su tío Arthur para vender el Valium, lanzó un fármaco que había de ser definitivo: OxyContin. Con él ganaron miles de millones de dólares y cambiaron la forma en la que se accede a los medicamentos. Se revolucionó la industria farmacéutica y de ellos, puede decirse, que cambiaron el enfoque médico: ya no se trata de pretender estar sano, sino de aliviar la enfermedad y el dolor.

Quizá por ello, se dice que El Imperio del Dolor es una historia de terror, casi una novela negra. Si hay que obviar ciertos detalles o maquillar la información para que un medicamento registre una demanda exorbitante, pues parece ser que los Sackler procedieron en consecuencia, parece que con pocos escrúpulos a la hora de valorar que, en vez de ayudar a sus usuarios a mejorar su salud, en realidad la estaban empezando a empeorar. El ciudadano tiene derecho, cuando acude a la farmacia con la receta de un medicamento a saber a todo lo que se expone consumiendo lo que un médico le ha recetado, estando informado de todos los riesgos. En especial, si ese medicamento ha de paliar los dolores de alguna enfermedad terminal o crónica. Hablando del OxyContin habría que decir que sí, era legal, lo recetaban los médicos, muchas veces en dosis crecientes, pues sus efectos se atenuaban con las tomas. Era una sustancia legal, controlada, producida bajo supervisión. Pero sus efectos eran los de una droga. En todos los términos. Al igual que hoy con el fentanilo. En ese sentido, también es un reportaje de denuncia a costa del cacareado debate de la legalización de las drogas. Esa es la fatal realidad de una industria y un retrato exacto del capitalismo global: entrégale a la gente un poderoso narcótico producido con eficacia y seguridad. Déjalos decidir por sí solos. Pues vaya, miles de muertos

Quedan unas preguntas inquietantes, propias de la Sociología: ¿cómo inicia uno un tratamiento cualquiera sin saber que lo que le espera es satisfacer la codicia de la industria? ¿Como ciudadanos, podemos fiarnos del regulador, del prescriptor, del fabricante, del vendedor? He ahí el drama.

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