Psicología del Odio político

FEDERICO BONASSO

Recuerdo que cuando apareció en escena el Subcomandante Marcos generó un odio virulento. “De qué van a perdonarnos” fue un comunicado donde inteligencia y humanismo eran incuestionables. Resultaba lógico que lo odiaran aquellos generales a quienes había declarado la guerra, o Salinas, al que le abollaba el TLC; pero que lo odiaran tan rápido personajes que ponderan el “pensamiento crítico” me llamaba especialmente la atención. Y el Sub causaba odio incluso en gente de la izquierda. 

¿De dónde viene el odio?

Criticar y odiar no es lo mismo.

Allá en 1994 vivíamos en “el final de la historia”, y los técnicos le arrebataban el control del mundo a los idealistas. Y de golpe aparecieron los zapatistas y el Sub y adiós Fukuyama. Bienvenido Dumas de regreso. Los zapatistas eran mosqueteros de carne y hueso, con una convicción y unos valores que el mundo del profit creía haber domesticado. La disposición de que les volaran la cabeza de un balazo los diferenciaba de la mayoría de sus odiadores, gente que veía la tragedia chiapaneca desde una considerable distancia, no solo geográfica. El Sub era un “tipo extraño”, dispuesto a dejar las seguridades de la clase media urbana. Algo inimaginable para los que ven a Chiapas, Guerrero y Oaxaca como un “lastre” y no como ejemplos de orgullo, cultura y dignidad. Marcos tendría un tipo de gloria que no se alcanza desde la comodidad de un estudio, aferrado a un vaso de whisky. Y para colmo escribía mejor que muchos de sus críticos con aspiraciones literarias.

Chávez es otro caso interesante de furia. Quizás aquí jugó más decididamente el odio de clase y el racismo. Así nos lo indicó el Borbón en aquella Cumbre, cuando mandó a callar a Chávez, poco antes de que su propia autoridad regia quedara desecha por su afecto al delito y su vulgaridad de patriarca corrupto.

Chávez despertaba un odio brutal y genera aun hoy una reacción que excede con creces la proporción con sus múltiples defectos. Nunca vi a tantos que le dedicaron libros y artículos ocupándose así de Carlos Andrés Pérez. O del mismo Juan Carlos. Están los obvios, sí: los voceros de la oligarquía afectada por Chávez. Pero yo me refiero a tantos académicos o intelectuales o periodistas para los que Chávez es, ¡todavía! una obsesión.

Otro caso fascinante es el de López Obrador. No me quiero meter en un balance ni siquiera somero del personaje y lo que va de su gobierno, porque desviaría la atención sobre el tema de este escrito. Digamos solamente que López Obrador tiene múltiples defectos, que puede irritar a mucha gente, desilusionar a otra o causar admiración en millones, pero que no es ni un criminal ni alguien al que le resulte indiferente eso que aún sigue llamándose “México”.

Entiendo la crítica. Pero ¿de dónde proviene un odio tan furibundo a López Obrador? Gente que nunca le dedicó, a represores y corruptos como Peña Nieto, más que un par de posteos, se entrega cotidianamente a insultar y echarle la culpa de todo mal a un nacionalista que busca una transformación pacífica. 

A López Obrador le interesa, seguro, la trascendencia personal, pero parece evidente que la ha puesto en la fama o huella histórica. Endeble hasta el hartazgo resulta el mantra de que López Obrador es un cínico que trabaja para “perpetuar a los pobres y así perpetuarse en el poder”. Esa falacia se usa para escatimarle una evidente preocupación social; es decir: moral. Aun así, es odiado con tal desproporción, que gente que parecía sino brillante, por lo menos sensata, lo compara hoy con los asesinos más deleznables de la historia, como el Führer. Como dice Mejía Madrid, ya solo les queda compararlo con El Maligno. ¿Qué esconde esa desproporción? Mucha gente que invierte su día en odiar a López Obrador no lo hace por México. En los insultos, deseos de muerte, ataques a su familia, vemos muy poca preocupación real por el país. Es un asunto personal.

¿Qué les habrá dicho AMLO sobre sí mismos que los tiene así de encabronados?

Podríamos incluir en esta lista de líderes de izquierda odiados, a Allende, Fidel Castro, el Che Guevara y otros más o menos “radicales”. Descartemos el odio ideológico e identitario, ese con el que se adoctrina a la feligresía reaccionaria. ¿Hay algo más? ¿Qué característica comparten estos personajes que han logrado acumular semejantes agresiones públicas, incluido el asesinato? Desde luego, no es poca cosa haber modificado o querido modificar el estado de privilegio, haber pretendido tocar el bolsillo de las clases altas y su poder inescrupuloso. Pero ¿hay algo más? 

Considero que hay dos elementos que quedan fuera de un debate nutrido solo de argumentos políticos.

El primero, y para mí más importante, es el derrumbe de la escenografía.

Todos ellos, en determinado momento, cometieron una herejía: tiraron abajo la escenografía conservadora de las sociedades que los produjeron.

Tumbaron la narrativa que daba confort incluso a los sometidos. La gente detesta que la escenografía se venga abajo y quede en calzones la tramoya. Porque, además, la tramoya está llena de espejos. Y la gente suele tener otros datos sobre sí misma. Independientemente de sus aciertos o errores o del juicio sicológico o político que pueda hacerse sobre estos personajes, su atrevimiento de levantar la alfombra y liberar el hedor que hemos guardado allí durante décadas los hace diferentes y disruptivos. Mucha gente verá el levantamiento de alfombra como una agresión directa a sus creencias.

Quien interprete que este es un ejercicio donde equiparo a estos personajes se equivoca. Sólo busco su común denominador; ese testículo que todos ellos pellizcaron alguna vez: el de un mundo que es más conservador que visionario. Más egoísta que empático. Más negador que inquisitivo. Un mundo que detesta mirarse a sí mismo, porque es profundamente cruel. Y lo hicieron jugándose la vida. Este “detalle” es el segundo elemento extra político: la envidia.

Nadie, medianamente lúcido, podrá aguantar la comparación: intentar cambiar un mundo injusto arriesgando lo conquistado o incluso jugándose la vida, que abonar a la narrativa que justifica las inmundicias de ese mundo, desde el envalentonamiento del whisky. Esta asimetría es irreparable, y los fanfarrones no podrán jamás reponerse de ella. De esa sombra, como dijo Poe en otro contexto: “no podrán levantarse, nunca más”.

Concluimos que el odio es diferente a la crítica política, aunque busque disfrazarse. Que aquel que derrumbe la escenografía de su época pagará un precio muy alto. Que los celos, la envidia y la resistencia al auto análisis que manifiestan sociedades e individuos juegan un rol en los sesudos o ramplones embates al “populismo”. Y que ese odio afecta la discusión pública, afecta valores como la democracia o la libertad de expresión, e incide en las agendas y las guerras de narrativas. El odio siempre juega en contra del bien común, desde luego, y por eso es fundamental identificarlo y descartarlo.

Porque allí, oculto en lo profundo de muchos probos críticos del “populismo” o el “autoritarismo” hablan no siempre los valores liberales o conservadores. Habla también, o balbucean, el viejo primate rencoroso y competitivo; esclavo de sus mitos, y por tanto de su odio.

Federico Bonasso es escritor y músico. Su último disco es La Subversión. Su última novela es Diario Negro de Buenos Aires

 

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