Pocas películas mexicanas tienen tantos simbolismos como Canoa (1975). Algunos la consideraron un presagio de la matanza de Tlatelolco; otros, una metáfora del resentimiento de las sociedades más conservadoras contra la juventud. Incluso hubo quienes pensaron lo opuesto y la calificaron como una película que se adaptó al discurso oficial del 68, al señalar como asesino de estudiantes al “pueblo bárbaro y religioso” y no al gobierno.
Muchas son las interpretaciones que hoy se pueden hacer sobre la que quizás sea la cinta más importante de Felipe Cazals, el hombre que ha hecho del cine una radiografía de las heridas más profundas del pueblo mexicano.
Hoy se cumplen 45 años de aquel estreno que duró 12 semanas en cartelera. Tiempo récord para una película que expone, de manera descarnada, la vorágine violenta de una comunidad rural de Puebla que, bajo las órdenes de un sacerdote de aspecto gangsteril, lincha a un grupo de trabajadores de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP).
La cinta está basada en hechos reales. Específicamente en lo ocurrido el 14 de septiembre de 1968, cuando varios trabajadores de la BUAP quisieron escalar la montaña de La Malinche pero, por las malas condiciones climatológicas, se vieron obligados a pernoctar en un pueblo enardecido por el fanatismo religioso: San Miguel Canoa.
Los muchachos no fueron bien recibidos. El discurso oficial del expresidente Gustavo Díaz Ordaz ya había permeado en cada rincón del país: “Los estudiantes anhelan la revolución comunista; quieren destruir México”. Lo peor es que aquellos hombres ni siquiera eran estudiantes. Pero los pobladores —que no conocían el mundo más allá de sus gallinas y sus tejados de palma— creyeron que sí lo eran. Y que habían llegado con un propósito: prohibir el catolicismo con su bandera “roja como el infierno y negra como el pecado”. Esas fueron las palabras que dijo el padre Enrique Meza, quien en la película fue interpretado por un Enrique Lucero que parecía sacado de una película nazi de Joseph Goebbels.
Tres semanas después de aquellos linchamientos sucedería Tlatelolco. Esta coincidencia temporal convierte a Canoa en, “una historia ominosa y una metáfora de lo que pasaría dos semanas más tarde en la plaza de Tlatelolco”, asegura la crítica de cine, Fernanda Solórzano, en su ensayo Canoa, introducción al horror (2016), publicado en la revista Letras Libres.
“Con sus secuencias fechadas y la inclusión de encabezados de diarios y fragmentos de discursos por radio —observa Solórzano—, la cinta deja claro que la satanización de los movimientos estudiantiles fue aliada de la paranoia que indujo en el pueblo el cura de San Miguel”.
Solórzano sostiene que pocas películas mexicanas tejen el horror de una manera tan magistral. Ese, dice, es el gran mérito de Cazals: “Hitchcock describió el suspenso como la expectativa que se crea cuando un personaje ignora que está en peligro, pero el espectador lo sabe. Pocas películas ilustran este principio como Canoa”.
Hubo otros que consideraron a Canoa como una película complaciente con la versión oficial de Tlatelolco. Tal es el caso del crítico de cine y exdirector del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC) de la UNAM, José Felipe Coria, quien asegura que la multipremiada cinta de Cazals aportó una “conveniente conclusión digna del régimen”, al sostener que los asesinos son los fanáticos religiosos y no quienes despachan en el gobierno.
En su ensayo Canoa: medio siglo (2018), Coria es contundente: “¿Por qué la multiplicación de linchamientos y el fanatismo religioso, tendrían peso para reconstruir el 68? En Tlatelolco el pueblo religioso no mató estudiantes. El tono de la cinta hace morbosa apología de un simbólico fetiche: el catolicismo es asesino. Tergiversa esta religión con igual intención fascista a las antisemitas Jud Süß (El judío Suss, 1940, Veit Harlan) y Der ewige jude (El judío eterno, 1940, Fritz Hippler)”.