Por Miguel Tirado Rasso
El juicio condenatorio de la 4T que acabó con la reforma educativa de 2013, se aplica ahora, sin miramientos ni consideraciones legales, a la reforma energética, también de la pasada administración. Uno más de los objetivos simbólicos y emblemáticos a destruir, como el del aeropuerto de Texcoco, correspondientes a un pasado que se pretende borrar, por “corrupto, conservador y neoliberal,” según se afirma con insistencia. En este caso, el ataque es más ideológico y nostálgico, pues el objetivo es “recuperar” la soberanía sobre una industria eléctrica mexicanizada, que se desarrolló, en ocasiones, muy a pesar de algunos factores locales que jugaron más en beneficio de intereses particulares, que de los de la industria eléctrica nacional y del país.
Porque, habría que reconocer, que en el camino transcurrido desde la nacionalización de esta industria, en septiembre de 1960, decretada por el presidente Adolfo López Mateos, si bien, se avanzó mucho en la electrificación del país, aunque no al ritmo que se requería, en su modernización, nos quedó a deber. Y así llegamos al siglo XXl, al nuevo milenio, en el que el destino nos alcanzó y la necesidad de aplicar medidas para evitar el deterioro del medio ambiente en nuestro planeta se convirtió en un compromiso responsable e impostergable de todas las naciones del mundo. Nuestro país incluido.
Aun cuando todavía hay resistencia de algunos a participar o a comprometerse en la lucha contra el cambio climático, por ignorancia, incredulidad o protección de intereses económicos, el consenso sobre la necesidad de sumar esfuerzos sin dilación, es cada vez mayor, ante la gravedad del problema. De acuerdo a un estudio de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) sobre el estado del planeta, una de cada cuatro muertes prematuras y de enfermedades en el mundo está relacionada con la contaminación y otros daños del medio ambiente causados por el hombre (Global Environment Outlook, 2019).
En 2005, entró en vigor el Protocolo de Kioto, concebido en el marco de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (1995), con el objetivo de reducir la emisión de gases de invernadero (GEI). El acuerdo comprometía a 37 países industrializados, considerados como los principales responsables de la emisión de estos gases. México lo suscribió en 1998 y para 2009, ya eran 187 naciones las que habrían ratificado el acuerdo. El compromiso era una reducción de gases de al menos el 5 por ciento, entre 2008 y 2012, que se amplió hasta 2020.
En 2015, se aprobó el Acuerdo de París, que sustituyó al Protocolo de Kioto, con “el objetivo de reforzar la respuesta mundial a la amenaza del cambio climático en el contexto del Desarrollo Sostenible y de los esfuerzos por erradicar la pobreza”. 195 naciones asumieron compromisos en contra del cambio climático y en favor del medio ambiente. Nuestro país ratificó el acuerdo, comprometiéndose a que el 35 por ciento de la energía generada para 2024 y, el 43 por ciento, para 2030, sería limpia.
Pero ahora resulta que los compromisos internacionales asumidos en base a una reforma energética que abrió las puertas a otras tecnologías para generar energía en base a fuentes limpias y renovables, permitiendo la incorporación de inversiones privadas en materia de generación eléctrica, no se podrán cumplir. Tampoco se pretenden respetar los contratos y autorizaciones a empresas que, en base a aquella reforma y confiados en el respeto al Estado de derecho, invirtieron sus capitales en la producción de energía no contaminante, en una apuesta por la modernización de esta industria.
Y es que, la 4T llegó tarde a la reinvidicación de nuestras otrora empresas más significativas, CFE y Pemex, y ahora resulta muy gravosa y casi imposible su operación con eficiencia. Reconocerlo y actuar en consecuencia llevaría a un diagnóstico inadmisible para este gobierno, a pesar de que la terca realidad muestre los graves problemas de rezago y carencias que las afectan.
Reformar el marco jurídico para fortalecer a la CFE en detrimento de la inversión privada, no va a mejorar el servicio de energía eléctrica ni evitar que las tarifas aumenten, ni que los subsidios a la empresa productiva disminuyan ni que ésta continúe siendo una empresa altamente contaminante. Su capacidad para atender la demanda de energía eléctrica es limitada y, precisamente, la participación privada resulta un complemento necesario que habría que aprovechar.
Si, como se afirma y se aduce como justificación para hostilizarlas, hay irregularidades en los contratos suscritos por las empresas privadas, habría que denunciarlas y, si se cometieron ilícitos, sancionarlas, de acuerdo a la ley. Pero desconocer compromisos y contratos, aplicando retroactivamente la ley, colocan a nuestro país en una situación comprometida, con un mal mensaje de incertidumbre jurídica al exterior, precisamente cuando más necesitamos de capitales para echar a andar nuestra economía.
Y qué hay del respeto al derecho humano a tener un medio ambiente sano, que consagra nuestra Constitución en su artículo cuarto, cuando oficialmente se promueve la generación de energía a base de combustibles fósiles (combustóleo y carbón), principales causantes de los gases de efecto invernadero y, en cambio, se combate a quiénes producen energías limpias. Por el bien del país, ¿no sería más conveniente sumar que restar?
Febrero 18 de 2021