Por Miguel Tirado Rasso
En 2006, vivimos un proceso electoral muy disputado y no poco accidentado. Seis años antes, con el inicio del nuevo milenio, nuestra democracia, que se había venido fortaleciendo con una participación política ciudadana cada vez más intensa y abierta, una oposición más dinámica y estructurada, una autoridad electoral profesional e imparcial y una legislación electoral menos restrictiva, entre otras circunstancias, había dado cause a la alternancia en el poder. El candidato del Partido Acción Nacional, Vicente Fox, ganaba la elección presidencial, dando fin a 71 años de hegemonía priista en la conducción política de México.
El proceso electoral de 2000 y la transición política transcurrieron de manera pacífica. Sobre los resultados no hubo controversia y el candidato perdedor, del hasta entonces partido invicto en comicios presidenciales, asumió la derrota en buena lid. El cambio histórico, impensable para muchos, se dio en un ambiente de calma, sin mayores altercados.
La siguiente elección presidencial, la de 2006, como mencionamos en un inicio, resultó agitada, por decir lo menos, tanto durante el proceso electoral como en el resultado final. Hasta la fecha, 15 años después, sin que se haya podido acreditar con prueba alguna, se insiste en el fraude electoral. Y, es que esos comicios fueron los más disputados de nuestra historia moderna electoral y sus resultados, los más cerrados. La diferencia fue de sólo 233, 831 votos (0.56 por ciento) sobre el perdedor.
En ese polémico proceso, la prudencia, discreción e imparcialidad no fueron ejemplo de actuación del entonces jefe del Ejecutivo, Vicente Fox. El mandatario fue muy activo en declaraciones y señalamientos en contra del candidato presidencial perredista, lo que dio lugar a la famosa frase de “ya cállate chachalaca” que éste le lanzó al presidente. Al final de la jornada electoral, el candidato perredista alegaría irregularidades en el proceso y, el Tribunal Electoral, por su parte, reconocería que la actuación del presidente Fox, había puesto en riesgo la legitimidad del proceso al hacer campaña abiertamente en favor del candidato del PAN.
En ese contexto se reformó la ley, incluyendo la propuesta perredista. Quedaron prohibidas, entonces, las expresiones que calumnian y suspendida la difusión, durante las campañas electorales, de toda propaganda gubernamental. (arts. 41 y 134 de la Constitución). El espíritu de esta reforma buscó una mayor equidad en la competencia electoral. Un piso parejo, pues, en el que el gobierno no saque ventaja de su condición de poder, actuando a favor o en contra de los contendientes, lo que necesariamente establece ciertos límites a la libertad de expresión de los funcionarios de gobierno, incluyendo al jefe del Ejecutivo.
La realidad es que el conflicto no es entre los consejeros del Instituto Nacional Electoral (INE) y el presidente de la República, porque no es interés de esta autoridad silenciar al Ejecutivo. El problema es la existencia de una norma constitucional que obliga a no referirse a algunos temas, en determinados tiempos para evitar inequidad en la competencia electoral, al considerar que una declaración puede significar un posicionamiento político o una ventaja electoral.
En un país con democracia sin adjetivos (Enrique Krause, dixit), no debería haber limitación para que, la máxima autoridad política pudiera expresar sus preferencias electorales. Pero, por lo pronto, y, mientras nuestra legislación lo prohíba, se debe respetar la ley, aunque la norma no nos convenza. En base al espíritu del legislador, no se ve mucha dificultad para saber cuáles son los temas que el Ejecutivo debe omitir en sus conferencias de prensa diarias, lo que ya ha definido el INE, pero que impugnó la Consejería Jurídica de Presidencia, ante el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF).
Parecen razonables los límites señalados por el Instituto. Se puede prescindir de hablar de la vida interna de los partidos, de las candidaturas, de los frentes y las alianzas, de las plataformas electorales, del ejercicio de las prerrogativas, entre otros, sin que esto altere el sentido de cualquier información que se pretenda dar. Ahora, si además existe un impedimento legal para hablar del tema electoral porque se considera que la palabra presidencial o la de altos funcionarios públicos puede influir en las preferencias de los votantes, a favor o en contra de algún candidato y esto altera la equidad del proceso, pues, habrá que respetarlo.
Lo han acatado los mandatarios de tres partidos diferentes (PAN, PRI y Morena), a lo largo de los 13 años de vigencia de estas disposiciones legales. En los procesos electorales del año pasado (Coahuila e Hidalgo), la Presidencia lo aceptó y respetó la ley. No hay razón para que ahora se pongan tantas trabas para cumplir con un precepto constitucional.
Apostemos a que la madurez y prudencia prevalezcan sobre los ánimos político-partidistas y, en todo caso, quienes estén inconformes promuevan, en su oportunidad, otra reforma a la ley.
Enero 28 de 2021