México Insurgente.
John Reed.
Capitán Swing,
Madrid.
166 páginas.
Por David Marklimo
Se están cumpliendo cien años de la muerte del gran John Reed. El único estadounidense que reposa en el Kremlin, el gran cronista de la Revolución Rusa, encarnado en el cine por Warren Beatty. Para celebrar ese aniversario luctuoso se ha reeditado el libro México Insurgente, la gran ilustración de la Revolución Mexicana. El libro fue llevado al cine, en la década de los setenta del siglo pasado, por Paul Leduc, siendo la primera y última gran producción del cine independiente mexicano (y una de las mejores películas que se han filmado aquí, cabría decir).
Digamos que la historia del libro es harto conocida: en 1911, como corresponsal de guerra del Metropolitan Magazine, llegó a México, donde sus entrevistas y reportajes sobre la Revolución tuvieron un gran éxito. En esta crónica, en la que se entremezclan sangrientas batallas, magníficas descripciones del paisaje mexicano y un detallado catálogo de seres, anónimos y no tan anónimos, está el alma de la Revolución. Es, ante todo, una obra que rezuma gran sentido del periodismo. Es la simpleza del lenguaje lo que permite que el texto pueda ser leído desde una triple perspectiva: como novela de aventuras, como crónica de viajes y como ensayo antropológico, aunque estas tres posibilidades no sean excluyentes entre sí. Es, con sus más y sus menos, la misma técnica que se volvería célebre en Diez días que conmovieron al mundo.
La parte novela de aventuras podría resumirse en esas sangrientas batallas que hubo por doquier, pero principalmente en el norte. Sin duda, esta parte posee una gran fuerza. El ejemplo más claro de esto es la batalla de Gómez Palacio, con sus marchas previas, la toma de poblaciones, el pillaje, los excesos. Las balas que silban por encima de la cabeza, el sonido de los cañones que nos ensordece y las calles llenas de cadáveres nos trasladan al ritmo frenético del campo de batalla. Sólo falta poder oler la sangre.
La parte relativa a las crónicas de viajes nos descubre a un Reed sobrecogido por el escenario de sus andanzas. Abunda una descripción del paisaje, de esos celos que nunca se acaban. Predomina la poética del inacabable desierto y de los campos abiertos en un territorio tan salvaje como los seres que lo pueblan y las pasiones que dominan a estos. El México que luego retratará, abandonado, Juan Rulfo.
En cuanto al ensayo antropológico, hay que tener en cuenta que Reed fue enviado a México por su periódico y que es entendible que el principal interés de este, además del desarrollo de la propia guerra en sí, fuera el de acercar a los lectores estadounidenses un conflicto que les era ajeno, lejano y que no les decía nada. En ese sentido -como después haría con Lenin-, John Reed narra los ataques de Pancho Villa en el norte de México, convivió con los soldados. Podríamos decir que es responsable de que se le conozca internacionalmente. El primer revolucionario latinoamericano, mucho antes de los barbudos de la Sierra Maestra, los acompañantes de “El Che”, los sandinistas.
Conoció a Venustiano Carranza, presidente de México, del que hizo un retrato soberbio, pero poco comparable con el que luego hará de los líderes rusos. Sus apuntes sobre los solados revolucionarios, los míseros campesinos, los buscadores de fortuna o las mujeres, siempre con las jarras de agua en la cabeza (siempre enfrascadas en la molienda del maíz, siempre detrás de «sus» hombres) son una auténtica obra maestra … aunque muchos dirían que lo que hay es un retrato más bien folclórico: el típico mexicano borrachín y mujeriego, sentado al pie de un cactus, esperando a que le lleven sus tortillas y sus frijoles para curarse la cruda.
Aun así, este último apunte no resta ningún interés a un texto de lo más completo al que, además del fondo, acompaña la forma. ¿Fue así la Revolución? Seguramente. ¿Qué tanto influyó este texto en lo que vendrá después? He ahí una buena interrogante.