Por Federico Bonasso
La Historia nos manda catástrofes, como si quisiera avisarnos de algo. Y mientras algunos se toman el trabajo de interpretarla analizando la evidencia, no faltan los apresurados que nos la explican en un santiamén a la luz de su monóculo de intereses.
En nuestro México hay un coro de ladridos, algunos más sutiles, otros más pueriles, contra el gobierno actual.
¿De dónde viene semejante desproporción entre crítica y realidad, entre monitoreo de la gestión (indispensable) y odio? Hay quien sugiere la pertinencia de un golpe de estado, así que no es trivial el tema. Analicemos al coro, porque vale la pena. Antes una aclaración: no me voy a referir a los críticos sensatos que señalan el sinfín de traspiés de todo orden que comete la 4T, y, ni hablar, Morena. Me voy a referir a aquellos que, desde su tribuna, más o menos influyente, se dedican al chantaje, la manipulación, la cita fuera de contexto y demás canalladas para, sin pudor, fomentar un ánimo destituyente.
Está, primero, el corista inconsciente: el patito berrinchudo que termina defendiendo abstracciones. Se ha tragado todo el adoctrinamiento individualista y no entiende que es víctima del mismo modelo global que defiende. Es decir, un modelo que beneficia a muy pocos, genera una asimetría social intolerable y destruye derechos. Invirtiendo causa y efecto, pasado y presente, este “castrati” concentra su vocecita en el chivo expiatorio que le proponen los lobos de siempre.
Luego viene el demócrata arrebatado, que extraña a esos grandes estadistas de nuestro pasado reciente, algunos que terminaron recibiendo sueldos de las empresas beneficiadas durante sus sexenios. Esta sección del coro es la encargada de denunciar al “gran autócrata”: López Obrador. Este demonio tabasqueño que sería un producto de la cópula entre los ectoplasmas de Chávez y Pol Pot. Dictador temible que arrasa con la separación de poderes, la cultura, la ciencia y cuya única agenda es instalarse para siempre en Palacio Nacional, desde donde agrede al medio ambiente y manufactura pobres para saciar su sed de poder. Estos coristas son amantes de las formas. Están menos preocupados por el autoritarismo concreto de otros intereses más poderosos que anidan más allá de los ciclos democráticos. Son los nostálgicos del statu quo perdido, al que aveces gustan llamar “institucionalidad”.
Están también los que alzan al cielo sus letanías para que las cosas empeoren. Le reclaman a ese dios que los beneficiaba en otros sexenios que provoque de una buena vez la saturación hospitalaria. Son los nuevos cristianos. Se la pasan contando muertos de covid 19. ¿Cómo puede ser que resista el sistema de salud, se preguntan?
Y están, claro, los nuevos ecologistas. Mi coro preferido. Para ellos el petróleo, el gas, la industria eléctrica, eran ayer mismo fuentes de riqueza incalculable, a la que solo podíamos acceder con inversión. Jodían todo el día conque debíamos explotar los pozos profundos, alababan la enorme riqueza energética del país que debía ser optimizada por las manos privadas (es verdad, despreciando un poco aquella variable menor… la del consumidor; pero es que tampoco se puede detener el crecimiento por nimiedades). Y ahora que se apuesta por los hidrocarburos, toda esa riqueza ha desaparecido de golpe, y explotarla es un negocio destinado al fracaso. ¿Autosuficiencia energética y soberanía? Vaya antigüedad. No, compadre, Canadá nos está regañando. Hay que cumplir con Canadá. No les gusta la revisión de contratos. Con las cláusulas adecuadas nos ponderan el derecho a la libre empresa. Sin esas cláusulas se transforman en ecologistas. En un arranque de ambientalismo furioso proponen que, con sesenta millones de pobres, nos convirtamos en Alemania en 6 años. Ellos mismos han comenzado a vender sus automóviles, fábricas y casas para donar ventiladores de energía eólica, resueltos a liderar un retorno inmediato a lo silvestre.
Mención aparte los nuevos indigenistas: los que sufren una angustia profunda por la repercusión del Tren maya en esa zona que, de pronto, ha brotado para ellos en el sureste. Insisto: no me refiero a los que han mantenido toda la vida una tenaz batalla en defensa del medio ambiente sin importar el poder de turno. Me refiero a los que ayer disfrutaban las discos de Cancún o los espectáculos for export de Xel ha y de golpe la selva ha pasado a ser un territorio sagrado. Esa selva, la misma que ha sido talada frente a sus ojos en los últimos años, mutilada, contaminada, sus habitantes agredidos permanentemente por administraciones serias y profesionales, que ya se habían desprendido del lastre desarrollista y que no improvisaban.
Hay luego un coro pretendidamente más sofisticado que repite, sin embargo, una letra muy usada. Una estrofa que no se atreven a revisar yo no sé por qué inercias o comodidades de la identidad: el recetario del mercantilismo como fin. Recetario nutrido con los chantajes de siempre: que hay que endeudarse, que hay que mimar a los inversionistas (torciendo las necedades de la ley), que el PIB sufre, (me encanta esa personificación del PIB, como si fuera un adolescente sensible), que el crecimiento… que sin la 4T ya habríamos salido del subdesarrollo. Son los mismos que detestan el clientelismo. Cuando no son ellos los clientes, claro está. ¿O qué han representado los numerosos rescates de empresas privadas con dinero público? ¿No es clientelismo? Son los sargentos de los indicadores macroeconómicos. Esos queridos indicadores, conjunto de eufemismos con el que la codicia se camufló para instalarse en todo el planeta. Son los sacerdotes de la religión de la ganancia, protegida con su nueva hermenéutica. Este grupo es reacio, vaya uno a saber por qué, a acompañar su apología del mercado con alguna crítica al modo en que el mundo produce y consume. La misma praxis que, a este paso, terminará pronto con eso que Carl Sagan llamaba “un punto azul pálido” y Vargas Llosa considera un buen cacho de cosmos donde ejercer la libertad de producir.
Estos periodistas, intelectuales o políticos defienden, algunos abiertamente, otros quizás sin darse cuenta, el darwinismo social. Después de todo lo que hemos padecido en las pasadas décadas, después de ver cómo la especie humana se ha partido en dos ¿seguirán creyendo realmente que el desmantelamiento del estado de bienestar o el endeudamiento perenne de las economías dependientes son el camino para reforzar esa abstracción que llaman libertad? ¿De qué está hecha la libertad que estos esclavos modernos invocan? Porque, que yo sepa, a ninguno de ellos se les ha impedido en el pasado hablar. Y tampoco se les impide hablar ahora. Eso sí, defenderán con pasión la libertad de aquel señor a ser pobre, el derecho de aquella doña a plancharles la camisa. Muchos son, voluntaria o involuntariamente, por ideología o por cinismo, los voceros de unos lobos mucho menos histriónicos: los hombres de negocios. Ah, los muchachos de la lana de verdad. Los verdaderos directores del coro. Gente que se malhumora mucho si le tocan el bolsillo.
Por eso se ha montado este coro, al que se suman tantas buenas gentes sin hacer el esfuerzo de comprender el mensaje que están reproduciendo. Este coro constituye, en sí mismo, una prueba fehaciente de que este gobierno está haciendo bien algunas cosas.
Federico Bonasso es músico y escritor. Su último disco es La Subversión. Autor de Diario negro de Buenos Aires.