Lo que se espera de mamá

El libro de mi madre,

Albert Cohen.

Editorial Anagrama,

  1. 143 páginas

Mayo es el mes de la madre, no cabe duda. Y este mayo ha sido marcado por la pandemia, la imposibilidad de, para algunos, estar cerca, y compartir. ¿Cómo pensar en la maternidad, en el peso de una madre en nuestra vida? Quizá no se tenga más remedio que recurrir a la lectura. La literatura está llena de madres cariñosas, abnegadas, autoritarias, despreocupadas, protectoras o rebeldes. Es un tema recurrente desde que Temis baño a Aquiles las aguas de Estigia, el rio del Hades.

Manuel Rivas, crítico del diario El País catalogó hace tiempo a El libro de mi madre como la más bella novela de amor que jamás se haya escrito. Pero ¿es lo mismo amor que obsesión? ¿Es posible hablar de amor cuándo llegó la muerte? He ahí el debate. Pero vamos a los hechos: el 10 de enero de 1943, la madre de Albert Cohen, enferma del corazón, murió en Marsella bajo la ocupación nazi. Para Cohen, a la sazón en Londres, este hecho significó una catástrofe de la que nunca se repondrían. En parte para mitigar el dolor y en parte como rebelión ante la muerte, ese mismo año escribió un texto febril y desolador, Chant de mort. Diez años más tarde, y a partir de aquel texto nacido de la cólera y la impotencia, concluyó El libro de mi madre, que se publicó por primera vez en Francia en 1954

Cada hombre está solo y a nadie le importa nadie y nuestros dolores son una isla desierta, con esta frase, con plena vigencia en medio de la pandemia, anticipa el tono triste del resto de un texto donde el autor rinde culto a su madre y plantea cómo afrontar el duelo más allá del trámite social. Es un ejercicio que sí, llora a la madre, pero también a esa infancia y juventud del autor, que ya se han ido,. Es una desesperación doble: buscar en los recuerdos e intentar explicarse la muerte de la madre. En ambos casos, Cohen sabe que nada volverá. Le da vueltas a la pluma y se pregunta continuamente si el ejercicio de la escritura servirá para algo. Al final saca la conclusión de que estas palabras servirán para que los que las leamos comencemos a darnos cuenta de que el amor de la madre es inigualable, ya que ninguno será tan incondicional.

Por ello, es comprensible que siempre llama la atención del lector para que disfrute de la presencia materna. Queda dibujado lo que se espera de mamá: esa persona que se desvive en el cuidado y atención de sus hijos con infinidad de actos que, por cotidianos, pasan desapercibidos. De la misma forma, dado que el tiempo no espera por nadie, hay que aprender a valorar sus acciones y desvelos, a no afearle sus actos menos afortunados, a quererla en vida para no tener que reprocharse nada cuando ya sea un recuerdo u una ausencia que añorar. El lenguaje está poblado de ecos añejos que, por momentos recuerda a sermón de predicador, alerta sobre la fugacidad de la vida y conmina a cuidar y ser cariñoso con ellas: … hijos de madres aún vivas, no olvidéis que vuestras madres son mortales. No habré escrito en vano si uno de vosotros, tras leer mi canto de muerte, se muestra más dulce con su madre, una noche, acordándose de mí y de la mía. Sed dulces cada día con vuestra madre. Amadla mejor de lo que yo supe amar a la mía. Que cada día le deis una alegría, eso os digo amparado en mi dolor, gravemente desde el peso de mi luto. Estas palabras que os dirijo, hijos de las madres aún vivas, son el único pésame que a mí mismo puedo darme.

Cohen esboza las dificultades familiares y algunos fragmentos de su propio biografía; también una reflexión sobre cómo expresar el dolor ante la pérdida de un ser tan querido: es la escritura la que calma el sufrimiento, y nos permite hacer memoria y balance de lo que un día nos acompañaron. Preguntamos al principio si eso es obsesión. Cabe la posibilidad de que también sea memoria. El debate está ahí, pero no hay ninguna duda de que en el medio estamos ante una de las mejores obras del siglo XX. Literatura de gran calado.

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