Por David Marklimo
Hay un momento, de gran carga simbólica, que no se debe olvidar. En 2015, el Gobierno democráticamente electo de Grecia, contrario a las medidas de austeridad impulsadas por el gobierno alemán, se vio obligado a ceder bajo el peso de las demandas financieras y dispuso ajustes que constituyeron una traición al mandato popular expresado en un referéndum que se había celebrado hacia pocos días. Franco Berardi lo ha descrito perfectamente como la muerte de la democracia. En la misma tierra que la vio nacer, cuando se optó por negarle a los ciudadanos la esperanza, el futuro, el sistema de gobierno ideado por Clistenes dejó de tener sentido.
No es en balde citar a Berardi y hablar del futuro, de ese tiempo que se nos presentará, no mañana pero si en breve. Evidentemente, cuando un Estado deja de preocuparse por el porvenir de sus ciudadanos, por garantizar un mínimo piso civilizatorio -como lo llamaba Bobio-, podemos asegurar que en ese Estado habrá conflictos sociales. Lo estamos viendo en América Latina, en Ecuador, pero particularmente en Chile. Berardi, inspirado justamente por ese suceso del gobierno griego, escribió su libro Futurabilidad. La era de la impotencia y el horizonte de la posibilidad (Editorial Caja Negra), donde define que cuando la democracia deja de pensar en el futuro, pierde fuelle, fuerza y vitalidad. Ojo, no es tanto que deba jugarle al adivino, descifrar el futuro, sino la creación de unas condiciones optimas para que cada ciudadano pueda producirse su propio futuro.
La perspectiva de la “futurabilidad” es importantisima en el actual proceso de conformación del presupuesto federal. El propio nombre de presupuesto ya lo dice: presuponemos que esto costará, que esto pasará y que gastaremos así y asá. Lo trágico del asunto es que los diputados federales no han entendido la importancia del presupuesto en términos de futuro.
Alguna vez un célebre académico del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM citó a Platón para sostener que sólo puede darse la Filosofía con el estomago lleno y que, como en México, siempre hay muchos que pasan hambre, era imposible cultivar el amor por la sabiduría. Teniendo ese supuesto por cierto, y aplicándolo al presupuesto federal, veríamos que, hoy, el despliegue de los acontecimientos se nos presenta como inevitable: el 86% del presupuesto no se puede modificar dado que implicaría poner al país de cabeza. Tenemos 53 millones de pobres a los que el gobierno, con su instrumento llamado presupuesto federal, no es capaz de atender. ¿Entonces para qué el Legislativo diseña el Presupuesto? ¿No son ellos los representantes del pueblo? ¿Esos 53 millones no son pueblo? Si ampliamos el panorama tendremos que preguntarnos forzosamente qué queda de la democracia cuando se come poco, se cura poco y se enseña con menos Platón y más prozac. ¿Qué queda de la democracia cuando no resuelve el problema de la pobreza? ¿Qué sucede con las instituciones cuando se ven transformadas en apéndices burocráticos y no apelan a la búsqueda del bien común? ¿Qué pasa cuando la democracia se convierte en una simulación?
Para desarrollar otras posibilidades, y no caer en el lugar común, es necesario emancipar el presupuesto respecto del paradigma económico vigente y enfocarlo a aquellos que realmente pueden producir desarrollo más allá de los avatares internacionales: las MiPyMe’s. La redistribución de la riqueza, el fin de la teoría del derrame económico y de la precariedad solo serán posibles cuando las pequeñas empresas, responsables del 96% del mercado laboral nacional, logren subsistir más allá de tres años. El presupuesto federal está organizado de forma que a los pequeños no les llega mas que migajas y, por tanto, no contribuye a ese cacareado mercado interno. Voltear el presupuesto a los pequeños es lo que producirá futuro. Al no comprenderlo, los congresistas demuestran que no entienden su función, lo único que da esperanzas de que aquellos que vienen atrás tendrán una mejor vida que nosotros, es el empleo bien remunerado. Dado que ya no podemos cambiar la sociedad del modo en que intentaron hacerlo las revoluciones políticas del siglo pasado, sí podemos es construir una plataforma que posibilite el desarrollo y el bienestar. Dice el Dr. González Casanova que lo único revolucionario en el mundo contemporáneo es no trabajar. Con ello como cierto, el gran reto de la Cuarta Transformación y sus congresistas es dotar al presupuesto de contenido nacional, planteando objetivos en los que se favorezca la producción y el empleo hecho en México. No hacerlo implica dejar que los factores económicos externos terminen por afectar aún más al país, su viabilidad y, cómo no, su futuro.
David Marklimo es escritor. Fue observador electoral en las elecciones presidenciales de 2006, 2012 y 2018. Es autor de la novela Limpio no te vas y el poemario Peten en Waterloo.