Habitar las Ruinas

Stig Dagerman, Otoño alemán. Editorial Sexto Piso, México, 2004. 98 páginas

DAVID MARKLIMO

Stig Dagerman, el joven escritor de las letras suecas, emprende, en el otoño de 1946, un viaje por la Alemania destruida, en ruinas y derrotada, como corresponsal del periódico sueco Expresen. Su  sensibilidad, su falta de prejuicios, su oposición visceral al régimen hitleriano y su formación anarquista lo predisponen a algo insólito en aquel momento: entender el sufrimiento de aquellos alemanes dos años después de la derrota. Con semejante bagaje, Dagerman es capaz de discutir el cinismo del comportamiento de los aliados, con políticas más prontas a favorecer la pervivencia del nazismo que su rechazo. El resultado es Otoño alemán, uno de los libros básicos sobre el periodismo testimonial. 

Mientras los diarios del mundo entero ofrecían el retrato maniqueo de un país al que se le exigía una abjuración desmedida del nazismo, Dagerman prefirió observar y escuchar, cruzar el país en trenes abarrotados, visitar sótanos inundados y urinarios reconvertidos en el miserable «hogar» de muchas familias, recorrer las ruinas de ciudades como Hamburgo, Berlín, Múnich o Colonia, o asistir al ridículo espectáculo de los procesos de desnazificación para contar el sufrimiento de los vencidos. El relato de cuanto ve en las ciudades reducidas a escombros, desgranado con una creciente conmoción, queda resumido en la imagen que le sugieren los miles de alemanes condenados a sobrevivir en sótanos inundados y con las ventanas tapiadas para combatir el frío. Se asemejan, escribe, a “los peces que salen a la superficie para respirar”. 

Del ejercicio del dialogo, de sentarse a observar, surge la gran pregunta que ronda siempre la cabeza del lector: ¿dónde están los nazis? ¿Había muchos, o pocos, pero poderosos? ¿Pudo más el miedo, el patriotismo, el mirar para otro lado y contemporizar? Están los tribunales de desnazificación, algo que muchos ven como una pantomima, quizá porque no sirven para nada, porque en efecto muchos colaboraron de una u otra forma y todos era culpables. Algunos confiesan abiertamente que vivían mejor con Hitler, otros se disculpan o callan. Pero el hambre y la desesperación borran casi toda otra consideración, importa lo inmediato, llegar a mañana. Lo demás pasa a segundo plano. Más importantes son los garbanzos que la raza aria, parecen decirnos.

Dagerman cuestiona que la miseria pueda inculcar pedagogía política alguna en unos alemanes reducidos a “trogloditas”, y se pregunta si, son esas legiones de hombres y mujeres hambrientos y tiritando de frío las que podrían poner otra vez en peligro “los valores de Occidente” y no el despiadado olvido de que esos valores. Admite que la miseria es sin ninguna contestación posible la consecuencia de una guerra de conquista emprendida por los alemanes. Pero alberga dudas de que sea justa, y más aún, de que, por un curioso fenómeno de inversión de los conceptos, no sea cruel. Y la razón, el punto de todo debate, es el siguiente: la miseria que padecen los alemanes es colectiva mientras que, pese a todo, sus atrocidades no lo fueron. Un punto de muchisima carga para la época en que se escribió. La decepción con los aliados, el reparto de Alemania como botín, también es polémico: hay en Alemania un número no despreciable de antinazis sinceros que se sienten más decepcionados, más apátridas y más vencidos de lo que los simpatizantes de los nazis se han sentido jamás.  A su juicio, en unas palabras preciosas, esas gentes son las más bellas ruinas de Alemania pero, por ahora, resultan tan inhabitables como las casas destruidas entre Hasselbrook y Landwehr, que desprenden un olor acre de incendios extintos en el crepúsculo húmedo de este otoño.

El talento de Dagerman, convierten Otoño alemán en un testimonio complejo e inestimable de la deplorable situación de un pueblo desnortado y empobrecido, en una honda meditación sobre el odio y la culpa. Temas, evidentemente, actuales.

Apenas alcanzada la treintena, un Stig Dagerman deprimido, con pocas esperanzas puestas en el mundo que lo rodeaba, se quitó la vida. Quedó, pues, para la posteridad esta pieza magistral de periodismo.                                                                                                   

 

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