“El Siglo Soviético”

Karl Schlögel,

El siglo soviético.
Arqueología de un
mundo perdido.
Galaxia Gutemberg,
Madrid.
871 páginas,
2021

Por David Marklimo

La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) o simplemente Unión Soviética fue una superpotencia nuclear que se fundó en 1917 con el triunfo de Lenin en la Revolución de Octubre y se disgregó en 1991 sin disparar un solo tiro cuando Boris Yeltsin proclamó el fin de la Unión.  75 años duró esta historia. Cinco líderes: Lenin, Stalin, Jruschov, Brézhnev y Gorbachov. Entre 1943 y 1945, con el avance del ejército soviético sobre la Alemania nazi, ocupó la mitad de Europa y se creó lo que Churchill definió como “El Telón de Acero”. Con la división de Berlín, ya en el 47, nació la Guerra Fría, el enfrentamiento de poder blando entre el bando capitalista, liderado por los Estados Unidos, y el bando comunista, encabezado por la Unión Soviética. Así, la Unión Soviética y su forma de ver el mundo, gracias al triunfo en la Segunda Guerra Mundial, estuvo detrás de infinidad de conflictos y revoluciones en Asia, África y América Latina.

Nos preguntamos frecuentemente por qué en Occidente hay tanto interés, casi una fascinación por esa “trágica historia” del mundo soviético, antes y después de su hundimiento en 1991. En parte, El Siglo Soviético, del profesor austriaco Karl Schlögel, intenta responder a esta fascinación. Aquí nos cuentan la intrahistoria del mundo soviético, elaborada a partir de toda suerte de vestigios fragmentarios, paisajes poco habituales en los historiadores. Es un intento de hacer un balance de una historia trágica, no una conclusión, sino la apertura de nuevos enfoques teóricos y metodológicos, nuevas áreas temáticas que, con suerte, serán trabajadas por la generación más joven de investigadores. A lo largo de los sucesivos capítulos, que como unidades autónomas lo conforman, el libro rinde cuentas de lo que fueron el tiempo soviético y los espacios construidos al efecto -muchos aún hoy en pie-, mostrándolo que llamamos la civilización soviética.

Empezamos con los lugares comunes de la vida soviética en las viviendas compartidas (Kommunalka), viviendas burguesas de ciudades como Leningrado o Moscú reconvertidas en espacios comunes para diferentes familias -seis o siete- cada una con su habitación y con derecho a compartir lugares como la cocina o los cuartos de baño, lo que el poeta Joseph Brodsky definiría como vivir “en una habitación y media”. O las colas interminables para obtener alimentos o recabar información, por ejemplo, de un desaparecido, en las que se sabía de antemano que sería difícil obtener lo esperado. También nos muestra las bibliotecas, las “cocinas moscovitas” -lugares privados donde se celebraban desde los años 60 reuniones, fiestas y la información circulaba más libremente, incluso, era frecuente el trasvase de manuscritos de libros prohibidos-, los balnearios y centros vacacionales, las dachas, los espacios abiertos urbanos -como los parques- o los inmensos espacios ignotos de la Rusia siberiana. Asimismo, el autor se acerca e introduce en su historia los objetos cotidianos, multitud de objetos significativos, como el papel de estraza, la cerámica, las enciclopedias y libros, disponibles, censurados o prohibidos, los pianos y el uso de los mismos en veladas musicales privadas, refugiadas en el espacio semioculto de los hogares. Los desarrollos de la industria soviética vienen a la mete cuando se nos muestra el perfume soviético por antonomasia, Moscú Rojo, Krásnaia Moskvá, el llamado ‘Chanel soviético’.

El libro también es un recorrido por los olores, colores y sabores de la URSS expandidos por la multiplicidad de paisajes por donde discurrió la vida de los ciudadanos soviéticos, por los espacios urbanos e industriales, viejos o de nueva creación (como Magnitogorsk, el mayor complejo metalúrgico de Europa, surgido en 1929 al Este de los Urales, que llegó a los 150.000 habitantes diez años después), por campos y costas, por las zonas de cultivo colectivizadas y por los territorios de la represión y el terror -con nombres míticos del gran archipiélago, como Kolimá en el Extremo Oriente de los inviernos gélidos a menos 50 grados, o Solovki, un monasterio-fortaleza convertido en campo de prisioneros en medio del Mar Blanco; el nombre, escribe Schlögel, “de un terrible milagro, un puesto avanzado de la civilización europea, su esplendor y su más profunda degradación”. Son ejemplos de un poder que no conocía frenos ni límites.

Todos los campos analizados hablan con elocuencia de la vida de las gentes a lo largo de siete décadas históricas difíciles, en etapas insinuadas como trasfondo del relato, en las que el pueblo soviético apenas ha hallado momentos de respiro: la toma del poder y la guerra civil, los dinámicos y creativos años de la NEP (nueva política económica), la colectivización forzosa, los años del Gran Terror, la Segunda Guerra Mundial, la desestalinización y la coexistencia pacífica, el estancamiento y el proyecto de reestructuración -Perestroika-, definida como un recurso vertiginoso en el que la URSS afianzó por unos años el estatus de gran potencia mundial hasta su implosión y el colapso final.

Queda la gran pregunta: qué permanece de la civilización soviética. La respuesta no es fácil, pero apunta a una idea, una civilización imperial: los héroes, los creadores artísticos, los constructores y los muchos ciudadanos sacrificados a mayor gloria de la gran Patria rusa. No sólo son los ánimos expansionistas de Rusia, el rearme de su ejército, su apoyo a los rusos en el espacio postsoviético o sus miles de espías en todo el mundo. También se expresa, siguiendo la idea de este libro de estudiar los objetos, en su ciencia, en la vacuna Sputnik V, por ejemplo. La idea de dominación y superioridad que tanto expuso la propaganda soviética, permanece. Y ese concepto es clave para comprender las idas y venidas en el gran tablero internacional.

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